No solo es un asunto de la famosa brecha laboral o de conceptos como el techo de cristal o el piso pegajoso, cada vez más presentes en las páginas de negocios y en los manuales de perspectiva de género de las compañías que buscan una imagen asociada a lo políticamente correcto.
Se trata de cómo todo este entramado afecta la salud mental de las mujeres y, por lo tanto, su productividad y capacidad para desarrollarse en plenitud. El síndrome se llama burnout y se refiere al desgaste físico, psicológico y emocional que podría estar relacionado directamente con ansiedad, depresión o cansancio laboral (dentro o fuera de casa).
¿Y eso es violencia de género? Sí, si consideramos que la sociedad valida y normaliza la excesiva presión a la que somete a las mujeres para sea exitosa en su vida de pareja o familiar y realizarse profesionalmente, ambos con su dosis cotidiana de culpa.
El problema se complejiza si asumimos que las fronteras son artificiales: en realidad, los espacios de la vida están conectados y lo que pasa en uno afecta a los otros. Por eso es que aquella frase que les gusta mucho a algunos empleadores de que no te lleves los problemas de la casa a la oficina y viceversa es un poco imposible de concretar. La mente es una sola y no tiene partes que se puedan apagar al gusto y automáticamente.
A lo anterior se agrega que hablar y mostrar emociones en el trabajo es asociado con debilidad, por lo que las mujeres que se encuentran en o al borde del síndrome de burnout tienen que continuar con su actividad como si dentro de ellas no hubiera un sistema a punto de colapsar.
No todo es malo. Afortunadamente, la pandemia de COVID-19 ha dejado un buen saldo en términos de visibilización de lo importante que es la salud mental —tanto como la física— lo cual quiere decir que hay un contexto propicio para colocar en la agenda la responsabilidad de las empresas en cuanto al bienestar de las mujeres de su planta laboral.