Caminamos juntas, nos acompañamos, algunas con pañuelos verdes, otras con pancartas desgarradoras, y muchas (muchas en verdad) con cicatrices invisibles que solo entre nosotras entendemos. Lo hemos hecho por años, y aunque el temblor de nuestros pasos y el estruendo de nuestras voces resuena con fuerza, la pregunta que flota en el aire es: ¿realmente hemos cambiado algo?
Nos dijeron que la primera marcha serviría para que nos escucharan; que si gritábamos juntas, el eco llegaría a la sede del poder. Que si exponíamos nuestra indignación, las leyes cambiarían, la violencia cesaría y, la igualdad y equidad, serían más que un ideal feminista. Y sí, sí han pasado cosas; se han reformado algunas leyes, se han abierto más espacios de denuncia, y hasta las empresas han tenido que aprender a decir diversidad e inclusión sin atragantarse. Pero, en la vida diaria de cada mujer, en el miedo al caminar de noche, en la forma en que nos tratan en casa y en el trabajo, ¿hemos sentido un verdadero cambio?
Porque la realidad es que, mientras nosotras marchamos, todavía hay niñas que desaparecen y no vuelven a casa. Mientras pegamos carteles de “Nos Faltan Todas”, los feminicidios siguen en aumento; no cesan. Mientras el mundo aplaude que ahora si nos toman en cuenta, los agresores (por decirlo menos) siguen caminando libres; las brechas salariales y económicas siguen abiertas y muchas seguimos sintiendo que nuestros derechos están en papel, pero no en la vida cotidiana.
Y esta colaboración no está cimentada en terrenos del pesimismo ni en el campo de la intransigencia, pero tampoco ingenua. La marcha del 8M, más allá de una acción de resistencia social, o un símbolo del bastión feminista, se convirtió en una tradición; y no debería de ser solo eso. No deberíamos resignarnos a salir cada año a gritar lo mismo, con los mismos nombres en nuestras pancartas, el mismo dolor en el pecho, ni mucho menos, a compartir las mismas stories y los mismos reels en redes sociales.
El verdadero significado y sentido de esto, desde mi muy particular punto de vista, es que un día no haga falta marchar; que la lucha se convierta en un recuerdo de tiempos superados, que nuestras hijas y nietas no tengan que alzar la voz porque el mundo ya las escucha. Porque ya no es necesario gritar.