Hola mis queridas amigas, mis queridos amigos. Aquí nuevamente su amiga cincuentona saludándoles con el gusto de siempre. En esta ocasión quiero poner sobre la mesa un tema que sigue siendo controversial, a pesar de que ya cumplimos una cuarta parte del siglo XXI; un fenómeno que especialmente y con mayor fuerza se suscita entre las mujeres latinoamericanas (y no estoy estereotipando): estamos educadas a ser divinas, sumisas y complacientes, y eso es una realidad. Cultural, ancestral, dogmática o ideológicamente.
El síndrome de la niña buena, la antesala de la mujer sumisa
Y hoy, como en cada oportunidad, les hablo desde mi experiencia. El “síndrome de la niña buena” es algo que arrastré durante buena parte de mi vida, sin siquiera darme cuenta. Crecí con la idea de que ser buena significaba cumplir con las expectativas de los demás; ser la hija obediente, la estudiante aplicada, la amiga incondicional y, más adelante, la madre y esposa que nunca se quejaba. Durante muchos años, pensé que era mi responsabilidad (y obligación) hacer feliz a todos a mi alrededor, incluso si eso significaba relegar mis propios deseos y necesidades.
El problema con este síndrome es que avanza tan gradual y paulatinamente, día a día y en cada situación, que te atrapa en un bucle interminable de complacencia. Me di cuenta ya entrada en mis cincuentas, que había pasado tanto tiempo tratando de ser “perfecta” para los demás, que perdí de vista quién era yo realmente. Vivía con un sinfín de miedos constantes, por ejemplo el miedo de decepcionar a los demás, o terror a la posibilidad de que pensaran mal de mí, y esos miedos, obviamente, me controlaban. Me convertí en una experta en decir “sí” cuando quería decir “no”, en hacer sacrificios que nadie pedía y en poner a los demás por encima de mí misma.
Recuerdo muchas situaciones en las que acepté más trabajo del que podía manejar, o del que podía realizar en un tiempo determinado, por no querer parecer débil, o las veces en que me disculpé por cosas que ni siquiera eran culpa mía. Todo para mantener esa imagen de “buena” que, según yo, debía sostener en casa, en el trabajo, con las y los amigos, y ante la sociedad.
Con el tiempo, y después de algunos golpes duros, entendí que ser buena no significa sacrificar mi autenticidad ni mucho menos mi bienestar. Acepté que decir “no”, no me hace egoísta o mala persona, sino que me preserva, dosifica y protege. Descubrí que ser genuina conmigo misma es más importante que ajustarme a las expectativas ajenas.
Ahora miro hacia atrás y veo cómo ese síndrome me afectó profundamente, no solo en lo personal, sino también en lo social y en lo profesional. Pero por supuesto que no todo es negativo; esto también representó una gran oportunidad, porque a su vez me hizo más fuerte y más resistente cuando finalmente decidí liberarme de él. Claro que aún no puedo decir que la prueba ha sido superada, especialmente porque es un arduo trabajo, diario y constante; porque es algo que ha caminado conmigo gran parte de mi vida.
Y déjame decirte que, lo que sí es real, es que he tomado consciencia de esto y trato de no traicionarme, de no fallarme. Aprendí que ser una buena mujer, una buena persona, no debe estar en conflicto con ser fiel a mí. Y principalmente, que estas herramientas me han llevado a destruir el típico dicharacho mexicano (porque ni a dicho llega), y que por cierto detesto: “calladita te ves más bonita”, y definitivamente yo “calladita NO me veo más bonita”. ¿Y tú?
No tardaré mucho en volverlos a saludarles, ya que temas complejos, polémicos y cotidianos abundan.
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Nota del editor: Verónica Salame (Instagram @veronica_salame) es una activista social en pro de la igualdad de género, impulsora del proyecto MuXejeres. Miembro del Women International Zionist Organization (WIZO), ex presidenta de la mesa de consejo de Children International. Actualmente es directora de relaciones públicas de la Asociación Mexicana de Mujeres Jefas de Empresa (AMMJE). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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