Veamos un ejemplo en un ámbito concreto: imagina que quieres poner un negocio propio.
En el mundo del emprendimiento hay una regla: “no pierdas más dinero del que puedes perder”. Es decir, por muy enamorada que estés de un proyecto hay que establecer un límite de cuánto le vas a invertir a fin de que no afecte tus finanzas personales.
Siempre que se hace un negocio, las finanzas personales hay que tenerlas separadas. Es como si tuvieras dos cajas: una para pagar tus gastos (la renta, tu comida, tu perro y tu seguro) y otra que te permita invertir en un negocio determinado.
Al poner un negocio hay que establecer un periodo para determinar si funciona. Claro, no hablo de un mes… me refiero a mínimo un año para saber si el negocio es viable. Obviamente en menos de ese año ya debe haber ventas para saber que la idea funciona.
Lo importante es poner un límite de hasta dónde estás dispuesta a poner y pase lo que pase, no cruces la línea. Me refiero a nunca tomar dinero de la caja que está destinada a pagar tus gastos personales porque estarías poniendo en riesgo tu estabilidad.
Al emprender, en el transcurso de los meses, ya se tendrían que ver resultados: tener clientes porque esto te ayuda a saber que sí hay respuesta del mercado. Estos clientes te permiten identificar qué problemas hay al comprar, cuáles son sus objeciones y cuánto tardan en convertirse en tus clientes.
Si a los tres meses no has cerrado ni un solo cliente, revisa si hay un problema con tu producto o servicio, o quizá no le has invertido toda tu energía a lo que monetiza y te da dinero, o es la estrategia… pero la realidad es que hay algo que no funciona.
Haz una pausa para identificar qué has hecho mal. Detente, equivócate con consciencia y aprende. Y si para cuando esto suceda, la caja del monto que tenías destinado para tu negocio ya se terminó, lo más saludable es que pares, te rindas y lo dejes ir.