A la otra mitad de la clase le dio el mismo caso, pero cambiando el nombre “Heidi” por “Howard”. Luego, solicitó a los estudiantes evaluar a las dos personas en términos de competencia, efectividad y agradabilidad.
Les pidió que explicaran si les gustaría trabajar con ellos o no. Aunque los estudiantes evaluaron a los dos como igualmente competentes, señalaron a Howard como mucho más agradable argumentando que les gustaba su estilo de liderazgo y personalidad.
Sin embargo, no pensaron lo mismo de Heidi. No fue considerada empática, no les gustó su liderazgo y fue calificada de agresiva.
En otras palabras, manifestaron no querer trabajar con Heidi pero sí con Howard.
Este estudio revela que hay gente que aún evalúa a las personas basándose en estereotipos, genero, raza, nacionalidad y su edad. Es como si se esperara que los hombres fueran decisivos y con empuje. Y el estereotipo de nosotras establece que seamos cuidadosas y sensibles. Desde este contexto, es de esperar que los logros profesionales y los rasgos asociados a ellos se esperen mucho más de los hombres.
¿Será que las mujeres pagamos un precio por ser exitosas? Es decir, si una mujer es competente quizá no sea percibida lo suficientemente ‘linda y amable’, que son los atributos que generalmente se esperan de nosotras. Pero en un ambiente laboral, si nos limitamos a estas actitudes, definitivamente nos alejamos de los retos que nos hacen crecer.
Lo sé, esto complica la situación porque si lo que queremos es ser visibles y exitosas, pareciera que tendríamos que pagar el precio de agradar menos. Y eso, para muchas de nosotras, solo de pensarlo da miedo.
Da miedo agradar menos porque nos conecta con el sentimiento del rechazo.
¿Y por qué tememos al rechazo? Porque ese sentimiento nos conecta con asuntos no resueltos del pasado que traemos cargando en nuestras mochilas emocionales. Padecer la herida del rechazo nos lleva a infravalorarnos y buscar la
perfección
a toda costa. Por eso caemos en una búsqueda constante del reconocimiento de las demás personas.