En mi columna anterior hablábamos del mito de hacerlo todo bien, de cómo la cultura de la productividad exige a las mujeres estar siempre disponibles, resolutivas y organizadas, incluso cuando la vida no se acomoda a una agenda perfecta. Hoy quisiera retomar esa reflexión desde otro ángulo: el del tiempo.
El trabajo que no se ve (pero lo sostiene todo)

Porque en México, las mujeres trabajamos más que los hombres. Esta no es una opinión ni una metáfora, es un dato. La nueva Encuesta Nacional sobre el Uso del Tiempo (ENUT 2024), presentada por el Inegi, revela que las mujeres dedicamos 61.1 horas semanales al trabajo total, frente a 58.0 horas de los hombres. Pero lo más relevante no es la cantidad, sino el tipo de trabajo; dos terceras partes del tiempo que invertimos las mujeres se destinan a tareas no remuneradas —cuidado de otras personas, labores domésticas, gestiones del hogar, apoyo comunitario— que sostienen la vida, pero que rara vez se ven o se valoran.
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A primera vista, la diferencia puede parecer mínima, pero detrás de esas cifras hay una desigualdad mucho más profunda. Porque no es solo cuánto trabajamos, sino cómo. Mientras los hombres dedican la mayor parte de su tiempo laboral a actividades remuneradas, las mujeres destinamos casi 40 horas semanales —el equivalente a una jornada completa— al trabajo no remunerado: cuidar, limpiar, cocinar, acompañar. Tareas que no generan ingreso, pero sostienen todo lo demás.
Ese tipo de trabajo no solo es invisible en términos económicos, también lo es en el discurso público. Se da por hecho. Se minimiza. Se romantiza. Y mientras eso ocurre, las mujeres seguimos trabajando más, descansando menos y asumiendo una carga emocional que rara vez se reconoce. Una de cada cuatro mujeres en México realiza tres tipos de trabajo: remunerado, doméstico y de cuidados. En los hombres, esa proporción es de uno en 10.
Y si miramos más de cerca, la desigualdad se vuelve aún más profunda. Entre las mujeres hablantes de lenguas indígenas, la carga es abrumadora: dedican en promedio 27 horas más que los hombres de su mismo grupo al trabajo no remunerado. Es decir, además de enfrentar barreras estructurales por razones económicas, geográficas o culturales, muchas de ellas sostienen el triple turno: trabajan, cuidan y organizan la vida comunitaria, sin que nada de eso se vea ni se pague. En las comunidades pequeñas —de menos de 10,000 habitantes—, esta brecha también se ensancha: las mujeres dedican 21 horas más que los hombres a las tareas del hogar. Es un tiempo que no solo se acumula: también se traduce en menos oportunidades de descanso, de estudio, de trabajo remunerado o, simplemente, de estar.
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Los datos ya están sobre la mesa. Sabemos quién cuida, quién sostiene, quién carga. Y aunque esta no es una realidad nueva, lo que hoy tenemos es evidencia actualizada, contundente y oficial. Se trata de cifras que deben incomodar e impulsar decisiones.
La pregunta no es si vamos a actuar, sino quién está dispuesto a transformar esta realidad. Porque mientras los cuidados sigan recayendo, de forma casi exclusiva, en las mujeres, la igualdad será solo un eslogan. Necesitamos políticas que entiendan el tiempo como un derecho, no como un lujo. Licencias parentales más largas, más equitativas, más incluyentes. Permisos de cuidado que no castiguen profesionalmente a quienes los solicitan. Entornos laborales que reconozcan que la corresponsabilidad no se predica, se diseña.
También debemos mirar hacia adelante. México está envejeciendo, y con ello, crece la demanda de cuidados de largo plazo. En este escenario, las mujeres —y especialmente las de menores recursos o que viven en contextos rurales o indígenas— volverán a ser las primeras en cargar con esas tareas si no se crean alternativas públicas y comunitarias. No basta con visibilizar, hay que construir modelos de cuidado que no dependan exclusivamente del sacrificio femenino.
Y si hablamos de juventudes, el uso del tiempo es también una forma de exclusión. Hay adolescentes que no pueden estudiar porque cuidan hermanos. Hay mujeres jóvenes que renuncian a oportunidades porque no tienen con quién dejar a sus hijos o porque su tiempo se fragmenta entre la escuela, la casa y el cuidado. La falta de tiempo propio es también una forma de pobreza.
Frente a todo esto, la ENUT 2024 no solo es una radiografía, es una oportunidad. Para diseñar políticas con enfoque de género. Para ajustar presupuestos. Para reformar normativas laborales. Para que las empresas revisen sus prácticas. Para que, desde todos los sectores, entendamos que no se trata de “ayudar a las mujeres”, sino de cambiar estructuras que las sobrecargan.
Porque si ya sabemos quién trabaja más, lo que sigue no es repetir el diagnóstico. Es transformar el sistema que lo permite. Y hacerlo con urgencia, con voluntad y con justicia.
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Nota del editor: Laura Tamayo es Directora de Asuntos Públicos, Comunicación y Sustentabilidad en Bayer México. Síguela en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora.
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