Hace unas semanas reflexionábamos sobre una gran pregunta: ¿quién cuida a quienes nos cuidan? Hablábamos de maternidades invisibilizadas, del agotamiento emocional que muchas enfrentan en silencio, y de la urgente necesidad de construir sistemas que acompañen, en lugar de exigir fortaleza incondicional.
La red que nos sostiene

Hoy quiero hacer una pausa en esa conversación —o más bien, continuarla desde otro ángulo—: el de los vínculos cotidianos que, sin figurar en diagnósticos ni políticas públicas, salvan. Porque a veces el primer lugar donde una persona encuentra consuelo, validación o aliento no es en un consultorio ni en una campaña institucional, sino en esa red de apoyo que, sin ruido, aparece cuando más se necesita: en las conversaciones sin reloj, en ese ‘aquí estoy’ que no juzga, en el café que no resuelve todo, pero hace más llevadero el día.
En tiempos donde la salud mental se ha vuelto un tema urgente, conviene también mirar hacia las formas de cuidado que tejemos entre nosotras. Tal vez no tengan nombre técnico, pero su efecto es real: acompañan, contienen y, en muchos casos, sostienen.
Hablar de salud mental entre mujeres no debería reducirse a campañas de autocuidado o frases motivacionales. Es una dimensión profundamente política y social. No solo enfrentan mayores niveles de ansiedad y depresión a lo largo de su vida, sino que lo hacen mientras sostienen, en muchos casos, el bienestar emocional de quienes las rodean.
En México, de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres), un 16.3% reportó sentirse deprimida más de la mitad o casi todos los días de la semana, frente al 9.1% de los hombres. La depresión es ya la principal causa de atención psiquiátrica en el país, y las mujeres no solo la padecemos con mayor frecuencia, sino que también presentamos una mayor incidencia de intentos de suicidio. Esta disparidad no es casual: está atravesada por roles de género, condiciones de violencia, desigualdad económica y una carga emocional que, aunque invisibilizada, deja huella.
Y aunque cada vez hay más consciencia sobre la importancia del bienestar psicológico, seguimos sin mirar con suficiente atención las formas más simples —y poderosas— de cuidado: aquellas que se tejen en la intimidad de los vínculos. Una red de apoyo , en ese sentido, no es solo compañía; es sostén emocional que previene, que amortigua y que repara.
Incluso la ciencia lo confirma: los vínculos sociales son una necesidad biológica. De acuerdo con la teoría del tend and befriend, desarrollada por la psicóloga Shelley E. Taylor, cuando las personas —particularmente las mujeres— enfrentan situaciones de estrés, tienden a buscar consuelo en sus relaciones más cercanas como una estrategia evolutiva de protección.
Este tipo de cuidado no solo se siente bien: tiene un efecto real en el cuerpo. Cuando alguien atraviesa una situación de estrés y encuentra consuelo en una relación cercana, su organismo responde liberando sustancias que generan calma, reducen la ansiedad y amortiguan los efectos del estrés. Así lo ha documentado Taylor, al señalar que el acto de vincularse emocionalmente en momentos difíciles tiene beneficios tanto psicológicos como fisiológicos.
Más allá del laboratorio, este efecto tiene consecuencias profundas en la salud pública. Un informe de la American Heart Association publicado en 2022 advierte que tanto el aislamiento social como la soledad percibida son factores de riesgo independientes para una peor salud cardiovascular y cerebral. La evidencia es clara: quienes carecen de vínculos significativos tienen mayor probabilidad de desarrollar enfermedades coronarias y sufrir eventos cerebrovasculares. Incluso el solo hecho de percibir que contamos con alguien —a esas mujeres a las que podemos llamar en medio del caos— puede tener un impacto equivalente al de los factores tradicionalmente asociados a la salud, como el ejercicio físico o una buena alimentación.
Cuidarnos entre nosotras no va a resolver, por sí solo, la crisis de salud mental que enfrentamos como sociedad. Pero puede ser un punto de partida. Quizá por eso necesitamos repensar el valor de las conexiones personales no como un lujo de la vida adulta, sino como un pilar silencioso pero esencial del bienestar. Apostarle al vínculo como antídoto frente a la exigencia permanente. Habitar con más consciencia esos espacios donde no hay que rendir cuentas, donde se puede llorar sin dar explicaciones, y donde basta con estar presente.
Desde mi experiencia, no hay mayor acto de sororidad que hacerle saber a otra que no está sola, ni mayor alivio que saber que alguien lo hará por ti cuando lo necesites.
El desafío está claro: mientras el cuidado emocional siga quedando fuera de las políticas públicas y de las prioridades organizacionales, muchas seguirán cargando solas con malestares que podrían ser compartidos. Mi propuesta es simple pero urgente: empecemos por darle valor institucional a los vínculos. Hablemos de salud mental no solo desde el síntoma, sino desde la prevención que ofrecen las redes afectivas. Que nuestras empresas, escuelas y gobiernos también reconozcan ese tejido invisible que cuida, sostiene y, muchas veces, salva. Porque ahí también se juega el bienestar colectivo.
____
Nota del editor: Laura Tamayo es Directora de Asuntos Públicos, Comunicación y Sustentabilidad en Bayer México. Síguela en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora.
Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión