Se acerca nuevamente el 8M, fecha en la que se conmemora el Día Internacional de la Mujer. Este día se ha vuelto taquillero: las marcas lanzan productos con motivos rosas o morados, los medios hablan de la situación de las mujeres alrededor del mundo, y en México las instituciones de gobierno destacan sus avances y logros en materia de protección a los derechos de las mujeres. Sin embargo, la violencia de género prevalece.
Algunas razones por las que sí marcharé este 8M

“Es tiempo de mujeres”, dicen quienes se dedican a la vida pública; aun así, los feminicidios continúan, el aborto sigue siendo criminalizado y la equidad laboral sigue lejos de ser una realidad para la mayoría de las mujeres. De acuerdo con la Cámara de Diputados, al cierre de 2024, en ese año cada día nueve mujeres fueron asesinadas de forma violenta y en mayo de ese mismo año se registró el máximo histórico en delitos de violencia familiar, los cuales vergonzosamente sumaron 27,499.
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La violencia contra niñas y mujeres es una realidad. Como también lo es el que, ya sea por tradición o por convicción, el día a día de nuestro país depende en gran medida de las mujeres – quienes se hacen responsables de las tareas de cuidados (ya sea de las infancias y/o las personas mayores)- así como del trabajo del hogar y en muchas ocasiones de la administración de negocios familiares en los que un alto porcentaje no recibe remuneración alguna.
La propiedad de la tierra sigue siendo principalmente masculina: de acuerdo con el Instituto Nacional de las Mujeres – INMUJERES- 1.4 millones de mujeres tienen registros de posesión frente a 3.7 millones de hombres, es decir, únicamente el 27.5% de las mujeres cuenta con algún tipo de propiedad o derecho de dominio sobre la tierra. En el caso de las viviendas, la posesión registrada por parte de mujeres es de 30.8% frente a 66.4% que pertenece a los hombres.
En términos prácticos, la narrativa pública empieza a aceptar la importancia de la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres en nuestro país, quizás promovida desde las altas esferas del poder político. Pese a ello y como lo comentaba al inicio de esta colaboración, en el día a día, la violencia contra las mujeres persiste. Es relevante que se reconozca y se nombre la violencia familiar, la violencia política, e incluso la violencia digital contra mujeres. Pero si en verdad es tiempo de mujeres, el 8M es un día para marchar.
Es un día para alzar la voz por las nueve mujeres que a diario siguen siendo asesinadas, y por las tantas más que desaparecen y de las que no se cuenta registro. Es un día para recordar la importancia de que la igualdad no sea sólo popular en la superficie y una táctica de mercadotecnia, sino se implementen medidas para lograr accesos a recursos, créditos y propiedad de la tierra y la vivienda que den a las mujeres mayor certeza en su futuro. Es un día para recordarnos la importancia de atender de manera integral la agenda de cuidados- tan manoseada y tan poco atendida en realidad- para que las mujeres, al igual que los hombres, puedan decidir como enfocar sus actividades personales y profesionales por decisión y no porque no hay opciones.
Ya se ha dicho antes: el 8M no es un día para festejar. Es un día para marcar en negritas y recordar las ausencias. Recordar las brechas, la necesidad de reconocimiento, de representación y de redistribución para alcanzar una igualdad sustantiva aún lejana en el horizonte. No es solo levantar la voz contra la violencia, es reconocer que el camino hacia la igualdad es aún incipiente.
¿De qué sirve salir a marchar? Marchar es un acto simbólico de inconformidad. Tomar las calles es una acción significativa de sororidad, de protesta, pero también de esperanza. Marchar juntas nos recuerda que somos muchas en la lucha. Muchas que buscamos abrir caminos en donde sea posible. Y los símbolos son relevantes porque inspiran acciones, obligan cambios, mueven corazones y voluntades.
Yo marcho porque creo que juntas- aún sin conocernos- pero exigiendo que dejen de matarnos, de desaparecernos, de violentarnos y de hacernos a un lado en la toma de decisiones, somos capaces de abarcar más espacios y hacer que nuestra voz cuente.
Yo marcho porque creo que un futuro mejor es posible, como mujeres y seres humanos; como sociedad y comunidad. Yo marcho por mis propias limitaciones para lograr la igualdad. Marcho porque mi hija no se acostumbre a una sociedad donde ser mujer le presente condiciones de acceso diferentes a la educación, al empleo, a ser lo que decida ser.
Marcho por las que no conozco, pero que por alguna razón no tienen voz hoy. Marchemos juntas.
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Nota del editor: Azucena Cháidez Montenegro es directora general de SIMO. Síguela en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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