Al llegar el COVID-19, muchas compañías actuaron como el meme de los antros con cadenero, que durante el encierro pedían ayuda porque #juntossaldremosadelante, pero antes se daban el lujo de mandarte a otro lado por feo.
En la pandemia, jefes y negocios se volvieron kid-friendly por conveniencia; antes de esta crisis, los niños en la oficina eran -y debían ser- invisibles. Sin embargo, cuando las cosas cambiaron de un día para otro, ahora no solo tenían que verlos, sino flexibilizar sus políticas para que nosotros pudiéramos darles un sitio en nuestro hogar.
Yo pertenezco a un muy privilegiado porcentaje de empleados cuyas empresas, jefes y equipos de trabajo se comportaron a la altura de las circunstancias.
Pero no todas las compañías ni todos los managers entendieron el nuevo contexto, ni durante lo peor ni ahora que todo parece un poco más normal. La empatía que surgió en algún momento porque #somosunafamilia empezó a diluirse ante el aparente regreso a lo de antes que -por supuesto- incluía volver a darle valor a las horas sentado frente a la pantalla y al ruido del teclado.
Esto, sin importar si el resto del sistema de apoyo de una familia estaba disponible ya o no.
Incluso, sin considerar la política de algunas escuelas que aún no regresaban (y no han regresado) al 100% o la intermitencia que hay ahora porque cada que tu hijo tose debes seguir un protocolo que implica no llevarlo a clases hasta que estés seguro de que no es el famoso virus.
Como todos, los padres de familia hemos tenido muchos retos en estos dos años. Pero hemos desarrollado habilidades que las empresas deben aprovechar y valorar; y una de las formas de hacerlo es adoptar para siempre los cambios: horarios flexibles, espacio para hablar de los niños en el trabajo, respeto a los tiempos de descanso, entre otras prácticas.