Con el segundo, me había mudado de ciudad y las necesidades de cuidados crecieron de forma exponencial. ¿Cómo podría viajar seguido a la Ciudad de México con dos bebés, uno mayor que otro? Y con la tercera -cuando creía tener todo bajo control- pegó una pandemia que a todos nos puso en “modo supervivencia” y me obligó a sacar fuerzas que no sabía que tenía escondidas.
¿A qué se debe que no abandoné mi vida profesional a pesar de tener una familia cada vez más demandante? A una combinación suerte y esfuerzo. En particular, tengo una pareja que ha crecido conmigo y con las etapas de nuestra familia, con quien hago equipo y me ayuda a tomar decisiones centradas cuando llega el agobio.
Además, desde antes de convertirme en madre, trabajo en un verdadero “oasis laboral”, el IMCO, en donde mis jefas y jefes me han permitido ajustar horarios, viajes y carga de trabajo a mi conveniencia para superar etapas delicadas. A cambio he invertido mucho esfuerzo y compromiso en cada oportunidad para demostrar resultados.
Desafortunadamente, mi historia no es la de la mayoría de las mexicanas. De las 37.4 millones de mujeres que tenemos hijos, solo 43% tenemos un trabajo remunerado (16 millones). Esto implica que no es tan común que las mamás tengamos un empleo, y quienes lo hacemos, rompemos paradigmas ya sea por gusto, necesidad o las dos.
Esto es complicado. Para todas, la maternidad es un trabajo de tiempo completo y sin descansos, pero es clave para el desarrollo del capital humano futuro.
Invertir en alimentación, salud y aprendizajes de las y los niños en sus primeros años de vida
es de lo más rentable que puede hacer una sociedad, y esto empieza en casa. Todas estamos conscientes de ello.
En ese sentido, tener hijos genera una tensión profunda que nos enfrenta con la decisión de permanecer en el mercado laboral o salir.