Aunque en algún momento seguro compartí algo similar, hoy no entiendo la diferencia entre esos mensajes y el marketing del miedo.
Agradecer cuando estás agotada es imposible. El cansancio, el hambre y los pendientes te nublan y sentirte ‘bendecida’ en ese contexto consume demasiada energía.
Cuando eres mamá, las gracias escasean. Esperar que tus hijos reconozcan tu labor y esfuerzo es una locura. Para ellos, es obvio; para ellos, podrías hacer más y ser mejor.
Después de la jornada de trabajo (en la oficina y en la casa), una de mis hijas me suelta un: “mamá, ¿por qué ya no has hecho ejercicio?”; un segundo después, la otra me pregunta por qué no la llevo a acostar hoy. No hay dónde esconderme.
La maternidad es así: puedes darlo todo (según tú) y al final del día, como dice el doctor Gabor Maté, vas a arruinar a tus hijos.
Cuando me preguntan cómo es tener hijos, siempre digo que es lo mejor y lo peor. No hay para mí otra forma de describirlo, porque si midiera esto como un proyecto de trabajo, sería: alto esfuerzo, alto impacto.
Pero tener hijos no es negocio ni ciencia. Es, de hecho, la decisión menos inteligente que alguien puede hacer. Como humanos, tenemos hijos por mil razones; la gratitud no es una de ellas.
Y sin embargo, en el día de las madres es el mensaje más común: “Gracias, mamá”. Y es, al menos en mi imaginario, parte de ese halo de santidad de la madre que ningún favor nos hace.
Si bien necesitamos que la maternidad tenga el lugar que merece en nuestra sociedad, tangiblemente, a la vez necesitamos quitarle el peso de la pureza y la abnegación.