Eneida viaja cada temporada agrícola a Ayotzinapa desde que se casó, hace diez años, y ya no quiere volver pero lo hace por la manutención de sus hijos, uno de ellos todavía no camina y tiene que cargarlo. “Decían que se ganaba bien. Pensé que era fácil, y es difícil, es mucho trabajo en el puro lodo. Si cortas mal, tiran toda la planta, y no te pagan”, lamenta en entrevista.
A niñas y niños hay que despertarlos a las cuatro de la mañana para llevarlos a la estancia. Pero quienes no tienen contrato con empresas internacionales no tienen sitios para dejarlos; aun así hay jornaleras que prefieren trabajar por su cuenta.
Guadalupe destaca que no se compara el trabajo en la milpa familiar con la agroexportación. “Aquí para sembrar maíz, frijol, calabaza es un ratito; dos o tres horas cuando toca (aplicar) el fertilizante. Allá es todo el día, toda la semana”.
Guadalupe es cortadora de planta y especialista en el manejo de frutos y verduras orientales hasta el empaque. “Mi papá empezó a llevarnos como a los 18 años. (En el surco) trabajan igual las mujeres que los hombres”, relata en entrevista la joven madre que desde 2006 migra para trabajar el campo con su familia de 12 integrantes, donde nueve son mujeres. En este sentido, la FAO indica que entre 30% y 40% de la población de jornaleras está constituida por personas migrantes que viajan en familia. Además 24% de esta población son personas indígenas.
