Fue así que decidió irse a estudiar en Estados Unidos. Pasó un año y regresó a México llena de ideas. “Decidí entonces empezar mi primer proyecto. Primero pensé en hacer un espacio gratuito para que la gente aprendiera de sus perros y para generar cultura canina, pero después me di cuenta de que había una gran oportunidad de capitalizar su aprendizaje”, señala.
Entró a un mundo, el del entrenamiento canino, que está muy masculinizado y en el que, en un primer momento, no encontró más que críticas a su modelo. “Pero no me importó y seguí. Empecé a hacer cursos y talleres y busqué a un socio. Después vino el primer diplomado en Ciencias Caninas. Y entonces empezaron los problemas”, dice.
La cadena de errores
Para Gaby Portilla, su primer gran error fue haber cedido a su socio los derechos del proyecto. Después, no haber sabido delegar las funciones y tareas, porque ella tuvo que aprender de finanzas, pero estaba 100% a cargo de los contenidos que se desarrollaba dentro del proyecto.
“Si me pedían que hiciera algo extra lo hacía. Algo que arreglar, lo hacía. Entonces, el burnout estuvo brutal y eso derivó en peleas con mi socio”, cuenta.
El tercer error en la cuenta de esta joven experta es que, debido a que el proyecto inició cuando ella aún estaba en sus veintes “y estaba muy pequeña”, permitió que su socio se hiciera cargo por completo de la cuestión financiera y legal del emprendimiento. “Era sustentable, pero no crecía como yo quería. Y todo se rompió, perdí ese proyecto hace tres años”, lamenta.
Portilla abarató su propio trabajo por miedo a que la criticaran y también porque quería que más personas se acercaran a su filosofía.
“En el proyecto anterior quería dar todo gratis y abarataba mi trabajo. Curiosamente, una de las cosas que noté que era que las personas que becaba resultaban ser los peores alumnos". Tampoco se sentía cómoda con utilizar cotizaciones justas con sus conocidos por miedo a que la juzgaran por cobrar “mucho”.