Durante los últimos dos días, la conversación no ha parado de girar sobre la decisión que tomó la gimnasta olímpica Simone Biles de abandonar su participación en las finales individuales de gimnasia artística en Tokio 2020, para priorizar el cuidado de su salud mental.
Ha sido un poderoso mensaje que debe llevar a poner el tema sobre la mesa, más allá del ámbito deportivo. La depresión, la más común entre los desórdenes mentales en el mundo, es dos veces más frecuente en mujeres que hombres, según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Para los trastornos afectivos y de ansiedad, la mediana de la brecha de tratamiento es 47.2% en América del Norte y 77.9% en América Latina y el Caribe, de acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud.
El gasto público promedio que se destina a atender la salud mental en toda la región es de apenas 2% del presupuesto de salud, y más de 60% de este presupuesto se destina a hospitales psiquiátricos.
En ese contexto, y ahora con un referente tan mediático como el de la máxima gimnasta de la historia, se debe revisar en qué condiciones las mujeres podrían abordar temas relacionados con la salud mental en sus centros de trabajo.